
Este señor tan saleroso que presume de mujer e hija es Sir Joseph Duveen, primer barón de Duveen, fotografiado en 1925 a bordo de un transatlántico con rumbo a Nueva York. Nació en Londres en 1869 y fue el art dealer que lo petó más fuerte del momento.
Al principio los Duveen Brothers comerciaban con antigüedades. Pero el bueno Joseph pronto vio que la pasta gansa estaba en la compraventa de obras de arte. Su plan era comprar arte a aristócratas decadentes en Europa a precios caros y vendérselo a millonarios en América a un precio de escándalo.
Duveen, el mejor art dealer del mundo
Decía Duveen que Europa rebosaba de arte, y América de dinero. El dinero se generaba continuamente, pero las obras de arte eran únicas, finitas e irremplazables. Los millonarios americanos querían comprar arte europeo y no hablaban de divagaciones artísticas. Mientras que en Europa se hablaba de estética, en América se hablaba de precios y de mercado del arte.
¡Era el preludio de una historia de amor! Y en toda cuestión amorosa llega un momento en que —en palabras de Duveen— «el deseo reclama la posesión».
Su plan era sencillo, pero genial: comprar el patrimonio heredado de los aristócratas venidos a menos en Europa y vendérselo a los industriales venidos a más en América. Estos hombres hechos así mismos, sin ninguna herencia ni nobleza, estaban ansiosos de poseer símbolos de poder. Querían tener ese arte fabuloso en sus mansiones, por meritocracia. Querían comprar arte, no heredarlo, sentir que estaba en sus manos hacérselo suyo.
Por muy lujoso que fuera un coche, la fábrica siempre podría producir más. Esto implicaba que había cientos de ricos con exactamente el mismo coche de lujo para ricos. Ese era el modo en que los ricos se diferenciaban de las clases trabajadoras, pero no entre ellos. Sin embargo, la posesión de una obra de arte era un lujo que trascendía más allá de lo caro. Era un objeto mítico, fabuloso, histórico, único, con una personalidad perfectamente definida e irrepetible. Comprar arte significaba clase, estilo, distinción y capacidad para gastar fortunas. Y así los extremadamente ricos comenzaron a diferenciarse de los muy ricos adquiriendo colecciones de arte y antigüedades.
«Precios Duveen», o el arte de comprar arte a precios caros y venderlo a precios de escándalo
Para este art dealer el dinero era un medio, no un fin. Los precios caros eran su marca personal y jamás permitía que bajaran, aunque perdiera dinero por mantenerlos a la alza. Sabía que su reputación era lo único que tenía y que debía mantenerla a cualquier precio.

Así logró que ‘Duveen’ fuera sinónimo de altos precios: «precios Duveen», los llamaban. Para fomentar esa reputación, rechazaba comprar cuadros baratos y solo adquiría obras de gran valor, por las que pagaba un «precio Duveen».
Les decía a sus clientes que era muy fácil comprar cuadros a precios asequibles, que lo verdaderamente difícil era comprar los caros. Así que estos se sentían más satisfechos cuanto más caro pagaban, y eso les daba la seguridad de que habían adquirido algo verdaderamente único e irrepetible. Duveen concedía a sus clientes el privilegio de pagar precios caros:
«Cuando se paga caro algo que no tiene precio, se consigue barato.»
Si alguien intentaba regatear a la baja, él se ofrecía para ayudarle financieramente, burlándose de su incapacidad para gastar esa cantidad e incitándoles a comprar por orgullo.
Ponía en evidencia a los clientes que cuestionaban sus precios diciéndoles que algunos cuadros quizá no correspondían a su nivel económico, alegando que estaban reservados a otro tipo de clientes más elevados. El ansia de demostrar lo contrario les levaba a comprar arte gastándose fortunas solo por revancha.
¡Menudo crack!
Mercado del arte e ingeniería social
Duveen era muy aficionado a descubrir los más profundos deseos, pensamientos ocultos y sentimientos de sus clientes. Se puede decir que practicaba ingeniaría social para vender, ya que sus clientes tenían la sensación de que sabía exactamente lo que deseaban, incluso mejor que ellos mismos.
Compraba el favor de criados y camareros de sus potenciales clientes con grandes sumas de dinero en forma de propina. A cambio obtenía todo tipo de información privilegiada sobre ellos que utilizaba de forma muy inteligente. De forma perversa, también.
Planificaba el encuentro como si fuera el crimen perfecto. Sus clientes solo sabían de él que era el art dealer más caro, y él lo sabía casi todo de ellos… ¡y de sus mujeres!
Escasez, exclusividad y precios caros
Decía que no le interesaba la pintura moderna porque había demasiada. Era un art dealer al que solo le interesaban piezas únicas e irrepetibles de artistas excepcionales que ya no podían producir más porque habían fallecido hacía siglos. Una obra de arte que puede replicarse, como puede replicarse el dinero, nunca puede alcanzar un elevado precio. Debe ser escasa, extraordinaria, única e irrepetible.
Duveen sabía que sus clientes no gustaban de pajas mentales y buscaban la belleza física, y esa cualidad corpórea se la proporcionaba mayormente la pintura italiana. Les enseñaba lo que era una gran obra de arte, y les dejaba bien claro que solo podrían acceder a ellas a través suyo y por un precio altísimo.
Tarde o temprano los clientes acababan comprendiendo que el valor intangible de la obra arte era más importante que el valor tangible del dinero:
«Cuando se compra lo infinito con lo finito, en realidad se adquiere una ganga.»
Bibliografía:
Historia de un anticuario. Memorias de Duveen, Rey de los Anticuarios